6.24.2008

A solas contigo

Aquí, contigo a solas en esta fría sala, de pronto me ha venido a la memoria el famoso libro de Delibes, “Cinco horas con Mario”, y he sonreído pensando en la protagonista, y en la similitud de la situación.

Ella, burguesa de mediana edad, velando al esposo fallecido y haciendo memoria de los años pasados junto a él, como yo junto a ti… hasta ahí las similitudes. Yo no estaré cinco horas contigo y casi nadie reconocerá mi viudedad, solo algunos familiares y amigos íntimos, que han sido testigos de nuestro amor y felicidad durante tanto tiempo, estarán a mi lado para consolarme.

Mi amor, te veo tan pálido, con ese color cerúleo que anuncia la frialdad de tu cuerpo ahí tendido, dentro de la caja que será tu último lecho, que casi no puedo hacerme a la idea de que seas realmente tu quien yace ahí.

He pedido a nuestros familiares que me dejen a solas contigo para decirte el último adiós. Aunque nunca te diré totalmente adiós, siempre vivirás de alguna manera en mí, en mi recuerdo, mi pensamiento y hasta en mis gestos y costumbres. Siempre habrá algo de la rutina diaria que me recuerde algún momento vivido contigo.

Hemos sido felices juntos mi amor, desde el primer momento. Fue conocerte y saber que tú eras mi par, mi complemento, el hombre de mi vida. A pesar del escepticismo de nuestros amigos, que nos habían visto volar de flor en flor, enredarnos en tantos amoríos y aventuras, que no creían que al fin anidaríamos y consolidaríamos una relación que tantos años ha durado. Hemos luchado contra viento y marea, contra aquellos que nos miraban con una sonrisa y cuchicheaban a nuestras espaldas, contra la sociedad que nos negaba todo derecho o reconocimiento.

No es justo mi vida. No es justo que cuando teníamos la oportunidad de dar un giro a nuestra relación, el destino nos aseste este golpe. No volveré a pasear de tu mano desafiando a los que nos miráran como a un espectáculo exótico. No podré llamarte mi esposo con orgullo ni una sola vez, no hubo tiempo para ello.

Pero, aún con el sentimiento de haber perdido la mitad de mí, tendré que seguir viviendo esta vida que has abandonado en la mitad del camino. Tendré que alimentarme, asearme, trabajar… y acostumbrarme a no tener tu presencia en nuestra casa.

Mañana tendré que levantarme a la hora acostumbrada, después de haber pasado la noche sin ti, y tendré que ir a trabajar. No puedo tomarme más tiempo, legalmente no eres más que un amigo.

Me pondré un traje y una camisa y no estarás tú para decirme que corbata combina con ella, saldré a la calle como un autómata y llegaré a la oficina donde Marta, la recepcionista, me saludara con su sonrisa profesional y el saludo acostumbrado; “¡Buenos días Señor Gómez ¡”. Y fingiré que vivo…

Foto de autor desconocido

6.16.2008

Atardeceres

Era tan bello ver atardecer entre las hojas de los álamos, que custodiaban el camino como guardianes silenciosos de su intimidad, contemplar la luz anaranjada colándose entre las ramas, haciendo surgir dibujos caprichosos sobre las piedras del sendero, que no perdía ni uno solo de esos ocasos de verano, sentada en el porche de su casita blanca, mientras saboreaba el café helado que tanto le gustaba.

En aquel porche habían transcurrido todos los años de su vida. Todos sus recuerdos estaban ligados a aquella casa, pequeña y blanca, tan antigua que nadie recordaba desde cuando vivía allí su familia. Y ahora ella era la señora de la casa. Ella quien se ocupaba de mantener la casa limpia y ordenada, el huerto atendido y bien regado para que los árboles frutales, las tomateras, los bancales de judías, las cebollas y ajos, las zanahorias… y todo lo que en él plantaba, dieran sus frutos jugosos y sabrosos. Ella quien se ocupaba de atender a los animales y criarlos gordos y hermosos y de hacer deliciosas conservas y salazones.

Cada tarde esperaba, ilusionada e impaciente, que él llegase, verlo aparecer en el sendero pedregoso, con su caminar elástico y su silueta delgada, con su mano derecha en el bolsillo del pantalón y un cigarrillo entre los dedos de su mano izquierda. El corazón le brincaba alborozado, la sonrisa le asomaba a los labios, y los ojos le brillaban de puro amor. Terry y Corona corrían a su encuentro ladrando de excitación y se enredaban entre sus piernas mientras él les rascaba sus cabezotas y se reía a carcajadas.

Era tan sonora su risa!!. Y luego se acercaba a ella sonriendo y la tomaba del talle atrayéndola hacia él, la besaba en la boca larga y cálidamente y después volvía a estrecharla contra su pecho. Después se sentaba a su lado, sin dejar de abrazarla y se quedaban en silencio hasta que las sombras se apoderaban de las copas de los frondosos álamos.

Estos momentos eran los más esperados y deseados del día, sus brazos poderosos, su boca caliente, su risa franca y contagiosa.

Fue igualmente bello aquel atardecer en que ella noto su beso un poco menos cálido, “quizás ya esté refrescando, es Septiembre”, pensó y siguió disfrutando de su abrazo protector.

También era hermoso aquel otro, cuando noto su abrazo un poco menos fuerte y un poco más breve, “viene cansado” se dijo y le beso de nuevo.

Y era muy bello aquel otro, cuando, al estrecharla, vio en el cuello de su camisa aquella marca roja, de carmín. Entonces no pudo seguir fingiendo que no era nada. No pudo seguir diciéndose que el tiempo estaba más fresco o que él estaría cansado.

Ahora contemplaba los atardeceres desde su porche, disfrutando de aquel juego de luces y sombras, pero ya no esperaba verle aparecer en el recodo del camino, con su andar cadencioso y su cigarrillo encendido. Los perros permanecían a su lado dormitando, ajenos a la belleza que ella atesoraba en su retina.

Y él permanecía, ya para siempre, bajo el primer álamo, el más cercano a la casa, donde ella había plantado un rosal en su honor.

A veces se preguntaba si lo habría entendido, si sabría que lo había hecho por él, para que se quedara para siempre disfrutando de aquellos hermosos atardeceres, de sombras caprichosas y luces anaranjadas, filtrándose entre las hojas.