9.27.2013

DULCE TENTACIÓN



"Convento de la Madre de Dios"
Coria (Caceres)
Pintura oleo sobre lienzo original de Fefi Bernáldez


En la soledad de la pequeña iglesia Sor Purificación juntaba las manos con fervor y volvía a rezar suplicando al Altísimo que la librara de aquella tentación que ocupaba sus sentidos y no dejaba respiro a su ser para la concentración y el recogimiento necesarios en una religiosa como era ella, fervorosa y entregada al culto, o así debería ser…
El deseo inundaba su boca con el recuerdo de aquella dulce suavidad en sus labios y su lengua y su cuerpo se estremecía imperceptiblemente bajo los gruesos hábitos, volvía a rezar pero no conseguía concentrarse, el pecado rondaba su mente sin poder evitarlo.
A duras penas había conseguido superar aquel deseo durante unos días, pero esa mañana lo vio en la cocina y no pudo evitar mirarlo con codicia, tuvo que disimular para que sus compañeras no notaran el estremecimiento que recorría su  orondo cuerpo y toda su fortaleza se vino abajo, sabía que tarde o temprano volvería a pecar.
-         No debo sucumbir, otra vez no, es un pecado capital- se decía una y otra vez, pero otra voz, quizás la del mismísimo diablo, le decía que porqué tenía que ser pecado algo tan sublime- ¡Vaya, y ahora vuelvo a pecar poniendo en duda las enseñanzas de la Santa Madre Iglesia!
Sabía que sus compañeras le harían mil reproches si llegaran a enterarse, le darían mil razones para no volver a caer en la tentación y ella sabía que era por su bien. Y no digamos si lo supiera la madre superiora, el castigo sería muy severo, eran las normas de la comunidad, un castigo ejemplar para un pecado tan grande… pero allí seguía, apoderándose de su voluntad aquel deseo irrefrenable.
-         Solo una vez más- se dijo Sor Purificación poniéndose en pié y alisando su hábito con las manos con delicadeza.
Salió del templo a la cálida luz del hermoso claustro y anduvo unos pasos mirando a todos lados, para asegurarse de que no había ninguna hermana que pudiera verla y aligeró el paso. Al llegar junto a la frondosa hiedra se escondió rápidamente tras ella y suspiró con resignación.
Sacó del amplio bolsillo de su hábito el paquetito y abrió el envoltorio con cuidado, allí estaba el objeto de su deseo, un hermoso pastel relleno de crema y rebozado en miel con la masa más delicada y tierna que se hacía en el convento.
-         Además también cometo el pecado de hurto- se dijo recordando que lo había sustraído de la cocina en un descuido de las hermanas reposteras.
Se encogió de hombros levemente y llevándose el delicioso dulce a la boca le dio un gran bocado, con avidez, llenándose la boca de aquella tierna y dulce tentación. 

Cuando hubo acabado guardó con cuidado el envoltorio en su bolsillo y salió al pasillo de alta bóveda y hermosas columnas, sus abundantes carnes aún se estremecían de placer. 

Fefi Bernáldez, Septiembre 2013

4.13.2010

PINCEL EN MANO



Es este el título que he querido dar a mi otro blog. En él muestro mi trabajo de pintora aficionada.
Siempre me gustó dibujar y pintar, desde muy niña. Mi recuerdo de mis primeros dibujos se remontan al patio de la escuela, en él, ya desde párvulos, mis compañeras me pedían que les dibujase en sus cuadernos muñequitas, casitas, árboles, soles, patitos, flores... paisajes y figuritas que salian de mis manos sin que nadie me hubiera enseñado a dibujar, asombrando a los mayores por lo lindos que me salían. Y así pasaba gran parte de los recreos, haciendo lo que más me gustaba. Esa afición me ha acompañado a lo largo de mi vida.
Hace unos años me decidí a intentar pintar de verdad y aquí quiero compartir con vosotros mi trabajo.
Si quereis visitarlo lo podeis hacer en el enlace "Pincel en mano" que se encuentra en el apartado "Mis otros blog's".


4.05.2010

El Sol

Parque Natural de Monfragüe
Hoy, por fin, el sol ha llegado.
Después de muchos días de cielos grises, de frío, lluvia y nieve, al abrir mi ventana esta mañana me ha sorprendido con el sueño aún bailando en mis párpados y el pelo revuelto, envolviéndome en mi bata azul y desperezándome, sonriente ante la belleza madrugadora de sus rayos entrando en mi alcoba y derramándose por entre las sábanas revueltas de mi cama.
Su suave calor ha hecho que la piel de mi rostro recordara otras mañanas pasadas en lugares amables donde fui de vacaciones y donde me gustaría volver. Me trae el sabor del café en la puerta de la tienda de campaña instalada en el camping en Mombeltran, en las faldas de las hermosas montañas de Gredos, la terraza del hotel donde nos alojamos en Puerto de la Cruz, en la maravillosa isla de Tenerife, desde la cual casi podía tocar las altísimas palmeras del asombroso jardín, o el sol tórrido, ya desde primera hora, que me saludaba en la terraza del apartamento de Mojacar, donde nos alojamos el verano pasado
He visto en el árbol que crece junto a mi ventana, el que hace volar mi imaginación pensando que es mi jardín y que en unos momentos bajare a desayunar bajo su sombra, imaginación absurda, puesto que vivo en un cuarto piso, he visto digo, los brotes tiernos despuntando en sus ramas desnudas y este hallazgo ha hecho surgir mi buen humor, quizás para acompañar a esos alegres brotes recién nacidos.
Se convertirán en miles de hojas, que darán cobijo, de nuevo, a los pájaros que vendrán a despertarme con sus trinos y sombrearan mi ventana en verano, protegiéndola del sol, de este sol que hoy saludo con una sonrisa aún adormilada y que será fuego dentro de unos meses.
Hoy he abierto mi ventana y en medio del frío, que aún hace que me envuelva en mi bata azul, sintiendo la caricia de este sol rutilante, he presentido la primavera.
Fefi B. Marzo, 2010

7.05.2009

OJOS VERDES COMO MARES


La primera vez que Teresa vio el mar fue en la iglesia de su pueblo, al mirar los ojos de Inés y, como estaba en la iglesia, creyó haber visto a un ángel.

Fue en la boda de su prima Rita, cuando, durante la misa, el cura dijo “ Daos la Paz”, Teresa se volvió a su derecha y se encontró con los ojos más bonitos que había visto jamás, los ojos de Inés, verdes como mares.

Eso pensó Teresa automáticamente, “Verdes como mares”, como el mar que no había visto nunca, ese mar que conocía de las películas y de las fotos de las revistas y los libros. Se miraron y el rubor asomó a sus caritas maquilladas para la ocasión, se dieron “La Paz” con apenas un roce de mejillas y bajaron las miradas, azoradas, aunque, de vez en cuando, se miraban de reojo y el calor volvía a sus mejillas.

Se la presentó su tía, eran primas lejanas, y se saludaron cohibidas, sin saber por qué. Después el novio de Teresa vino junto a ella y se la llevó a bailar. Pero Teresa no podía apartar los ojos de Inés, buscaba aquel vestido verde y, cuando aparecía envolviendo a su dueña, Teresa miraba a otro lado, avergonzada de mirar así a una chica. Al parecer, Inés también la perseguía, buscándola con sus ojos verdes. Desde ese día Teresa empezó a desear ahogarse en esos mares.

Se hicieron pronto amigas, Inés vivía en el otro extremo del pueblo, pero se las arreglaban para verse a diario. Quedaban para ir a la compra, para tomar café, para cualquier cosa que les permitiera estar juntas. No había nadie con quien desearan más estar, ni a quien desearan más ver.

Cuando se besaron por primera vez, Teresa supo que había llegado su verdadero amor, que sus novios anteriores solo lo habían sido por convencionalismo. Dejó a su novio “de toda la vida” y nadie, encontró explicación para ello.

Cuando se besaron la segunda vez, Inés dejó de creer que aquello solo era una gran amistad entre dos chicas, que esas cosas no le pasarían a ella. Nunca se había sentido demasiado atraída por ningún chico, aunque la belleza de sus ojos, su cuerpo bien proporcionado y su rostro perfecto, los atraía como moscas a la miel. Y se entregó a aquel amor, sin reservas, con el ímpetu del mar.

Vivian su amor a escondidas. En su pueblo pequeño, y en aquellos tiempos, no se entendía esas cosas. ¡! Dos mujeres juntas ¡!, “Pan con pan”, se decía y cosas mucho menos amables, tortilleras, marimachos, guarras, viciosas… Y todo eso y más, se dijo de Teresa e Inés cuando las sorprendió la vecina más cotilla del pueblo, besándose en las sombras del portal de Inés.

El escándalo se extendió por todo el pueblo. Los padres de ambas tomaron las medidas que creyeron más adecuadas para acabar con aquella aberración. Las encerraron, las golpearon y las castigaron de muchas formas. Pero eso no podía durar eternamente, así lo pensó Teresa y así fue.

El confinamiento duró varias semanas. El tiempo necesario para que el escándalo se olvidara un poco y, quizás, para que las chicas recapacitasen y se les olvidara aquella tontería de niñas. Eso pensaron sus padres, pero era como querer poner diques al mar.

Y volvieron a verse una mañana de final de septiembre. Teresa estaba en una tienda comprando hilos para bordar, cuando entró Inés, se miraron un momento y, al ver aquellos dos mares a punto de derramarse y los moratones, unos casi borrados, otros recientes, en la carita tan amada, Teresa tomó una decisión.

Cuando Inés salió de la tienda, allí estaba Teresa, esperándola en la acera, se acerco a ella y le dijo: “Yo me voy mañana en el primer autobús, si estás allí seré muy feliz”, se volvió y se marchó sin más palabras.

Teresa pasó la noche sin dormir. Escribió una larga carta a sus padres, donde trataba de explicar lo inexplicable y metió en una maleta lo imprescindible para comenzar una nueva vida, lejos, en el anonimato de la gran ciudad. Una vida que se proponía afrontar, con Inés, o sin ella.

Salió de aquella casa, que al cruzar el umbral dejo de ser la suya para siempre, de madrugada, antes de que se despertara nadie de su familia. Con sus pocas pertenencias bien ordenadas en su pequeña maleta y el corazón encogido, casi paralizado en el pecho, ante la incertidumbre que representaba su futuro.

Pero al llegar a la parada del autobús todas sus dudas desaparecieron, allí estaba Inés, con su maletita, su vestido verde de las fiestas y su rebequita blanca. Se había vestido y maquillado como la primera vez que se vieron, en la boda de su prima y en sus ojos de mar brillaban miles de estrellas.

Fefi B. Marzo, 2008

6.28.2009

EL BESO MAS DULCE



No podía creerlo, él estaba allí, frente a ella. ¿Cuanto tiempo había pasado, diez años?. Apenas había cambiado, apenas unas tenues arruguitas enmarcando los ojos, más marcados los pómulos, más anchos lo hombros... pero lo hubiera reconocido entre un millón, lo había recordado todos los días desde la última vez que se vieron.


Aquel caluroso mes de Agosto ella había cumplido dieciséis años. Y fue en su fiesta de cumpleaños donde le conoció. Él estaba pasando unos días de vacaciones en su pueblo costero, en casa de su amiga Loli, pues había venido con el primo de ésta. Cuando llegó a ella le gustó de inmediato, se las ingenió para estar cerca de él, coqueteando descaradamente, provocándole con la poca habilidad que su inexperiencia le permitía. Le parecía tan guapo, tan interesante, tan mayor. Tenía algunos años más que ella ¿ocho, diez? le parecía un dios.


Le persiguió durante los quince días que él estuvo en su pueblo. Se hacía la encontradiza en los bares, en el cine, en la playa... y, al final, él no pudo resistirse.


Quedaron a solas y, casi de madrugada, se entregó por primera vez. Él fue delicado, no le hizo daño, incluso la hizo disfrutar. Cuando se despidieron en la puerta de la casa de ella la beso, era el beso de despedida. La besó con tanta dulzura, que ella lloró de emoción. Nunca olvidaría ese beso. Nunca.


Después vendrían muchos besos más, muchos hombres más, pero aquel beso era su tesoro, recordaba el sabor de su lengua, la suavidad de sus labios sobre los de ella, soñaba con ese beso.


Había esperado su regreso tejiendo sueños de ternura y pasión, deseando que él se hubiese enamorado de ella y viniera para vivir un romance apasionado. Pero despues de algun tiempo supo que él se había casado y que ella solo fué un momento en una noche calurosa de un més de agosto a la orilla del mar.


Y ahora estaba ahí, frente a ella, sonriéndole y sin reconocerla. ¿Tanto había cambiado?. Ya no llevaba su hermosa melena castaña, su pelo estaba teñido de rubio y con un corte moderno, su cara no era ya la de aquella bonita adolescente, ahora iba maquillada.


Él la había observado un momento en silencio “Me resultas conocida” le había dicho, y el corazón de ella latió tan fuerte que se asombró de que él no se diera cuenta. Por un momento soñó que no la había olvidado, que la recordaba como ella a él. Pero ese momento pasó “Ya sé, te pareces a mi prima Sara” y el corazón de ella, que antes volaba, cayó al suelo herido como por un disparo.


A partir de ese instante se comportó como él esperaba, desnudándolo con manos expertas, seduciéndole con palabras atrevidas, provocándole con su cuerpo. Puso todo su interés y su experiencia para que él disfrutara tanto, que aquel polvo fuera inolvidable.


Cuando acabó, él tenía la mirada feliz del animal satisfecho. Se vistió y sacó la cartera de su americana, le tendió los billetes pero ella no los aceptó.


“¿Por qué?” preguntó él. “Es un regalo para que no me olvides esta vez”, pero no quiso desvelar quien era y añadió “esta vez invito yo”. Él quiso besarla y ella lo rechazó. “No te olvidaré nunca”. Le despidió en la puerta del estudio que era su lugar de trabajo, donde recibía a sus clientes. Cerró la puerta y sonrió para ella misma.


Ahora estaban en paz. Sabía que no la olvidaría esta vez. Él había olvidado con facilidad a una adolescente enamorada que se entregaba por primera vez, pero no olvidaría nunca a una puta que le regaló un polvo increíble. Y ella seguiría recordando aquel beso adolescente, el beso más dulce.


Fefi B. Febrero, 2008

2.07.2009

Poesia de Anita y Luis




Cuando viajé al pueblo de Anita, en el norte de León, por primera vez, llegaba con el corazón hecho pedazos, con el desamparo y la incomprensión de la gran ciudad, que no repara en sentimientos ni en sufrimientos, donde todo es desechable y sustituible.

Pero yo no veía la forma de sustituir a mi compañero de tantos años, de desechar los momentos vividos a su lado, ni de olvidar tantas cosas que nos unieron e incluso las que acabaron por separarnos.

Aprovechando el mes de vacaciones, decidí darme una tregua y buscar un poco de paz. Localice un hotelito barato, en un lugar que suponía tranquilo y con mi maleta llena de ropa de verano, me puse en carretera. En los viajes largos siempre era él quien conducía, por eso me lo tome como un comienzo de mi independencia y, con mucha prudencia, emprendí el viaje.

Cuando abandoné la autovía, para tomar la carretera que me llevaría al lugar elegido empecé a darme cuenta del paisaje tan hermoso en el que me iba adentrando, vegetación profusa, árboles enormes y flores en las fachadas de las casas, esto era lo que yo quería, mi humor empezaba a mejorar por momentos.

El hotel era modesto, regentado por una pareja de mediana edad, amable y risueña, donde encontré una habitación sencilla, muy limpia. Era suficiente, no necesitaba más, solo tranquilidad y soledad.

Después de comer salí a pasear para ver mi lugar de residencia durante los próximos treinta días. Mis ojos no se cansaban de registrar rincones preciosos, aquí una casa de piedra con balconada de madera cubierta de flores, allá un jardincito cuidado con esmero y… el puente romano sobre el río, aquella maravilla milenaria. Lo recorrí varias veces y después me senté a la orilla del río a mirarlo con detenimiento. El lugar era perfecto, lo que necesitaba para relajarme y pensar.

Esa misma tarde vi a Anita por primera vez. Tan menuda y frágil, con su ropa buena un poco anticuada arreglada como para ir a misa de domingo. El pelo blanco corto y ondulado enmarcaba su carita delicada, arrugada, con la belleza de la vejez bien llevada y, en medio de su carita aquellos ojitos azules tan vivaces, tan expresivos.
La observé mientras avanzaba, a pasitos cortos, hasta un banco próximo al que yo ocupaba, llevaba un libro en la mano y supuse que se pondría a leer, pero no fue así, solo se sentó en el banco, mirando el puente como lo había hecho yo, descanso durante cuatro o cinco minutos y volvió a ponerse en marcha. La seguí con la mirada hasta perderla de vista y, no sé por qué, me intrigó donde iría aquella mujercita a leer su libro.
Durante varios días seguí viéndola, mejor dicho, esperaba hasta verla aparecer, hasta que un día la seguí. Descubrí que su camino terminaba en el pequeño cementerio rodeado de una tapia de piedra y tan cuidado como los jardines y balconadas del pueblo. Allí la anciana se sentó en un pequeño banco de piedra, al lado de una tumba rodeada de flores, abrió el libro y se puso a leer en voz alta. La curiosidad me hizo acercarme para oír lo que leía y escuché su vocecita recitando poesías con tal sentimiento y delicadeza que, sin darme cuenta, me había acercado a ella hasta estar a su lado.

Levantó la cabeza de su libro y me sonrió. Sentí mi rostro enrojecer y me disponía a irme, cuando la mujercita me sonrió y me invito con un ademán de su manita a sentarme a su lado.

-. Vengo cada tarde a leer para mi marido, le gustaba mucho que leyera poesía para él.

Se llamaba Anita, decía que se le había quedado el nombre de niña por que era tan poquita cosa que Ana parecía demasiado grande. Hablamos mucho esa tarde, me contó que habían sido maestros los dos en el pueblo, cuando los chicos y las chicas no podían ir a la misma clase. Que se habían enamorado a primera vista y que nunca se habían separado, hasta ahora, que él había partido a su última morada.

Me preguntó por qué estaba sola en el pueblo y yo me quede un rato mirando al frente, con los ojos llenos de lágrimas y cuando pude hablar le conté por qué estaba allí y lo que buscaba. Ella me pasó su leve brazo por los hombros y me estrecho suavemente, como una madre, como una abuela y yo llore todas las lágrimas que había retenido durante tanto tiempo.

Quedamos para desayunar al día siguiente y nos hicimos inseparables. Yo disfrutaba de la compañía de aquella mujercita inteligente y divertida, me encantaba oírla contar tantas anécdotas y sucesos de la gente del pueblo a lo largo de tantos años, con tanta gracia que, a veces, me hacia llorar de risa. Me hablaba de sus hijos, que vivían fuera los dos, de sus nietos y hasta de su bisnieto, aquel ser tan especial, revoltoso e inteligente.

Los últimos quince días de mis vacaciones los pasé en casa de Anita. Dejé el hotel y me instale con ella. Pasábamos el día hablando, cocinando dulces que casi no probábamos, riéndonos de cualquier ocurrencia y, por la tarde íbamos juntas al cementerio a leer poesía a Luís, su marido.

Cuando volví a Madrid lo hice con ánimos renovados, diferente. Enfrenté con valor y serenidad la separación irremediable y continué mi vida con un aplomo que nunca creí tener. Llamaba a menudo a Anita, ella me contaba como iban las cosas por el pueblo, con el buen humor de quien desea agradar y yo deseaba estar allí con ella, ir a pasear bajo los castaños y los chopos, cocinar solo por el placer de hacerlo juntas y, sobre todo, acompañarla al cementerio en su visita a Luís.

Varias veces volví al pueblo de Anita. Durante esas visitas nuestra amistad y cariño se hicieron tan grandes como si fuésemos familia, o mas.

Hoy preparo mi viaje al pueblecito de Anita, en el norte de León, con verdadera necesidad de sus balsámicos paisajes, de la quietud y tranquilidad de sus valles, del rumor de sus hermosos castaños y chopos y la música cantarina de su río.

. Aunque es verano sé, por experiencia, que debo llevar ropa de abrigo, el chubasquero, un jersey, chaquetas y pantalones largos. El tiempo en aquella zona es imprevisible, pero siempre mas fresco que en Madrid. Y, con todo ello, pongo en la maleta dos libros de poesía, ahora seré yo quien vaya a leer al cementerio, sola, yo seré quien lea para Luís y Anita, que, por fin se ha reunido con él.


Pintura de:  Amparo Cruz Herrera

11.10.2008

El faro de Portugal



Sentado en el murete que limita la vieja construcción contigua al faro de Santa Marta, el hombre, con la mirada perdida en el horizonte de nubes y agua, sostenía la carta en su mano derecha. No había abierto el sobre, no era necesario, él sabía lo que esa carta anunciaba.
Venía aquella carta de muy lejos, Sao Paulo, Brasil, según se leía en el sobre, y el nombre en el remite lo decía todo; Márcia Soares.

Apretaba aquel sobre en su mano, arrugándolo, mientras las lagrimas corrían por su rostro, curtido de sol y mar, haciendo pequeños riachuelos de los surcos que los años habían ido dejando en él. Márcia Soares… la última vez que la vio fue en la popa del barco que la llevaría, junto a Joâo, a aquel lejano país buscando la paz y la felicidad. Agitaba ella su pañuelo en señal de despedida, él decía adiós con su mano grande y encallecida, y aunque no los veía en la distancia, Mario sabía que sus ojos estarían tan húmedos como los de él.


Se conocían de siempre, eran amigos desde antes de lo que la memoria alcanzaba a recordar, fueron juntos a la escuela de su barrio de pescadores, donde compartían enseñanzas y travesuras. Recordó Mario, con una media sonrisa, aquel día en que le metieron a Sarita, la niña más presumida y caprichosa de la clase, aquella pobre rana por la espalda ¡como saltaba y gritaba!, pasaron un buen rato de risas junto a sus compañeros, y tuvieron para varios días. La peor parte se la llevó la pobre rana, que quedo aplastada por los manotazos de Sarita, y finalmente rematada de un pisotón. Sarita nunca les había perdonado, aún hoy en día, después de tantos años, cuando se encontraban por la calle el saludo era serio y breve.


Crecieron jugando alrededor de aquel faro, blanco y azul de planta cuadrada y esquinas rematadas con piedra gris, donde Mario vivía, pues su padre era el farero, como antes lo habían sido su abuelo y su bisabuelo, y como lo sería después él mismo.


¡Tantos recuerdos ligados a este faro!. Cada tarde sus juegos se desarrollaban en torno a él, corrían persiguiéndose por la arena, mojándose con la espuma de las olas, hacían equilibrios sobre el murete, se escondían en el viejo fuerte… y al atardecer subían hasta lo más alto del faro, se sentaban con los pies colgando y los brazos apoyados en la barandilla roja y se quedaban en silencio viendo como el sol desaparecía lentamente en el horizonte, tiñendo las nubes de matices anaranjados, violetas, rojos… y permanecían allí hasta que divisaban los barcos de pesca regresando al puerto.


Los amigos eran inseparables, ninguno de los dos había tenido hermanos varones, y era como si ellos realmente lo fuesen, aún más, por que se sentían hermanos por elección de ambos, no por haber nacido en la misma familia por casualidad.


Competían por las mismas chicas, pero cuando uno se enamoraba de alguna, el otro se apartaba. Aunque en alguna ocasión habían compartido novia, sin celos, con el compañerismo de dos soldados en tiempo de guerra, como se comparte el pan o el vino, por pura camaradería o, sencillamente por necesidad física.


Pero cuando Joâo conoció a Marcia, ya no hubo más mujer en el mundo para él, no importó que estuviese casada, el amor estalló entre ellos como los fuegos artificiales en la fiesta de la Patrona y nadie pudo separarlos.


Partieron hacia el futuro con el primer hijo de los dos germinando en las entrañas de Marcia y perseguidos por la amenaza de muerte del marido y los hermanos de ella.

¡Cuantos años y cuantas cartas!.Todas ellas escritas con la letra picuda y presurosa de Joâo. Y ahora esta, en la que el nombre de la mujer y aquella letra redonda y cuidadosa, gritaba lo que Mario no quisiera oír jamás.


Allí lo encontró Luzia, su esposa, sentado junto al faro y con la carta apretada en su mano huesuda y arrugada, mirando aquel horizonte de agua y nubes, como tantas veces lo había mirado junto a su amigo, esperando ver regresar el barco que tan lejos lo había llevado.

No hacía falta decir nada, las lágrimas corriendo por sus mejillas eran suficiente, lo abrazó y besó la humedad de su rostro y él, con voz enronquecida por el llanto, le susurro:


- Joâo ha muerto.



Pintura: "El faro Santa Marta (Cascais)" de J.Bernáldez