10.22.2008

Tarde lluviosa de octubre

Una serena lluvia otoñal caía incesante y mansa sobre los chopos del paseo, los bancos, ahora desiertos, brillaban con la fina capa de agua y el suelo parecía un espejo que se perdiera allá en la lejanía.

Rodrigo se subió un poco más el cuello de la gabardina y lamentó no haber cogido el paraguas, no solía llevarlo, pero ese día había amanecido oscuro, con el cielo plomizo amenazando lluvia y había sido una imprudencia dejarlo en casa, mas aún cuando ya estaba saliendo de aquel persistente resfriado que le había tenido en cama dos días y tres más sin salir de casa.


Caminó un trecho y se arrepintió de haber salido de la cafetería donde se refugió al comenzar la lluvia, pero se le estaba haciendo tarde, la cita era a las seis y ya el reloj marcaba la cinco y cuarenta y cinco. La curiosidad por saber que tendría que decirle Adriana después de tanto tiempo había hecho que aceptara verla, a pesar de haberse jurado una y otra vez que nunca contestaría a una llamada de ella, en el improbable caso de que volviese a llamarlo algún día.

Aquella mujer le había hecho mucho daño, había roto todas sus ilusiones y pateado su amor como quien pisa una colilla en el barro, después de aprovecharse de él todo lo que pudo.

Adriana había llegado a la empresa con su minifalda y sus camisetas ajustadas, con su pelo negro rizado y sus ojos de tigresa y él se enamoró como un colegial. Pronto ella se dio cuenta de la influencia que ejercía sobre Rodrigo y el partido que podría sacar de ello. No se contentó con el ascenso, que, al ser él el director, consiguió sin esfuerzo, a pesar de las críticas de los empleados, quería más… y él se casó con ella.

No le importaba que gastase el dinero a manos llenas, era solo dinero, no le recriminaba la apatía que notaba iba en aumento en su relación, aunque añoraba los tiempos de novios, cuando ella le encandilaba con sus arrumacos, hasta volverle loco. Pero le molestaba que ella le ningunease delante de cualquiera. Los modales suaves y educados, habían dado paso a las vulgaridades y el cinismo y Rodrigo no entendía que había podido pasar.

Poco a poco comenzó a notar movimientos extraños en las cuentas, el dinero se volatilizaba a una velocidad anormal y cuando le pedía explicaciones los gritos e insultos hacían que se arrepintiera de haberlo mencionado. Hasta que la situación se hizo insoportable y Rodrigo pidió el divorcio.

Fue muy doloroso, ella se negaba a acuerdos, quería todo. Y acabó dejando las cuentas en números rojos y deudas que él hubo de pagar. Pero la pesadilla acabó y hacía dos años que no sabía nada de ella. Aquella mañana le llamó pidiendo verlo, con la voz suave y llorosa y él pensó que quizás había llegado el momento de la venganza.

La vio de lejos, le pareció más delgada “Quizás sea efecto de la lluvia” pensó, pero al acercarse casi no podía reconocerla. Su pelo, antes ondulado y brillante, parecía ahora estropajoso y lacio, y sus ojos verdes miraban con la desesperación reflejada en ellos.

- Hola Rodrigo- Su voz sonaba temblorosa y retorcía sus manos en un gesto nervioso-Gracias por venir, no estaba segura de que quisieras verme.

Fueron al bar más cercano que pudieron encontrar, un tugurio que olía a aceitunas y aceite refrito. Se acomodaron en una mesita junto al ventanal y pidieron dos cafés.

Después de entrar en calor Adriana le contó el motivo de la cita.

Cuando la conoció ella había salido de un infierno de drogas y alcohol, y después de casados había vuelto a caer. Todo el dinero era poco para su adicción y la falta de drogas le agriaba el carácter hasta hacerla insoportable. Después de la ruptura había caído en lo más bajo y ahora se encontraba enferma, sin remedio y sola. Solo le pedía que se hiciese cargo de su incineración y llevara sus cenizas a su pueblo natal.

Al salir del café, una hora después, la lluvia seguía empapando los chopos del paseo y los bancos aparecían más brillantes y oscuros, caminaron uno junto al otro sobre el espejo del pavimento, él le pasó un brazo protector sobre los hombros y ella arrimó su cuerpo delgado buscando calor y refugio en él. Y así, muy juntos, llegaron al abrigo del hogar.

Aquella mujer le había hecho daño, mucho… Pero la vida ya se había vengado por él, ahora no podía dejarla morir sola.

Fotografía de: Yuri Bonder

10.13.2008

La mujer de mi vida

Caminaba hacia la entrada del jardín pensando en el momento en que ella apareciera frente a mí aquella tarde. Mi nerviosismo iba en aumento según me acercaba, temía y ansiaba verla aparecer y dirigirse hacia nosotros con aquella sonrisa que iluminaba su rostro como un farol, siempre se mostraba tan amable, siempre tan atenta y servicial… pero yo soñaba con algo más, quería hablar con ella de su vida, de la mía, de cualquier cosa que no fuera referente a aquella residencia, fuera de la cual no había tenido aún ocasión de verla.

Mientras cruzaba el jardincillo que conducía a la escalinata de la entrada principal, repasaba la estrategia que había desarrollado durante los días anteriores; sacaría un tema que a ella pudiera interesarle, cine, teatro, conciertos, exposiciones… o, quizás, otro tipo de aficiones, yo estaba dispuesto a sumarme a lo que a ella pudiera gustarle, podría seguirla al fin del mundo y la invitaría a ir adonde ella quisiera. Estaba convencido, Lorena era la mujer de mi vida.

Crucé la puerta, altísima, de madera oscura y cristales biselados, grabados con dibujos de flores y hojas entrelazadas, que daba paso al amplio recibidor donde cómodos sillones, tapizados en rojo granate y alfombras de arabescos, sugerían un cierto lujo oriental. En sus paredes, de color blanco sonrosado, combinado con molduras de madera torneada, colgaban varios cuadros escogidos con buen gusto y en el mostrador, alto de madera lustrosa, varios jarrones lucían hermosos ramos de flores. La recepcionista, de mediana edad, elegante y cuidada prodigaba su sonrisa sin excesos y el visitante podía pensar, al traspasar aquellas puertas, que se trataba de un hotel de lujo.

Saludé a la bonita recepcionista y me dirigí al ascensor, sintiendo bajo mis pies la mullida alfombra, con el corazón al galope. Al abandonar el ascensor el cambio en la decoración seguía siendo confortable, pero funcional, más parecido a una clínica privada, con paredes lisas, pintadas de un suavísimo verde claro y friso de baldosines a media altura delimitado por barras metálicas, que tenían como fin servir como agarradera para los ancianos residentes. Me dirigí a la habitación de la tía Rita, ella ya estaba aseada y sentada en su sillón, mirando por la ventana hacia el jardín. Me dedico una gran sonrisa ofreciéndome la mejilla, donde deposité un sonoro beso.

- ¡Vamos tía Rita, a pasear!.


Hacía ya más de seis meses que había ido la primera vez a visitar a la tía Rita y fue por pura casualidad. Aquel viernes había quedado para comer con Rogelio, un compañero de trabajo con el que me unía una sincera amistad. Durante la comida hablamos de una película que se estrenaba ese mismo día y para la que él había obtenido dos entradas gratis en un concurso radiofónico y, puesto que el género era del interés de los dos y a su mujer no le gustaba, me propuso acompañarle, a lo que yo había accedido, agradecido de poder ocupar mi tarde de viernes. Rogelio tenía que visitar a su tía en la residencia y me pidió que fuese con él, así haríamos tiempo hasta la hora del comienzo de la película, yo, sin nada mejor que hacer, fui con él a aquella visita y me enamoré como un colegial de la auxiliar que atendía a la tía Rita.

Él visitaba a su tía una vez al mes, pues era el único sobrino que vivía en la misma ciudad y ella, soltera, no tenía a nadie más. Al presentarme, la anciana me confundió con otro de sus sobrinos, que tenía mi mismo nombre, al que no veía desde la infancia y todo el personal de la residencia creyó que yo era también sobrino de la tía Rita. Rogelio, divertido con la confusión, no quiso sacarlos de su error.

Paseábamos por el hermoso jardín de la residencia, con la tía Rita entre los dos, colgada de nuestros brazos, cuando apareció aquel ángel. Lorena, la auxiliar que se ocupaba de atender a la tía Rita, era la mujer más bonita que había visto en mucho tiempo. Sus ojos negros sonreían con independencia de su boca y cuando su boca se sumaba a la sonrisa, era una explosión de luz, su voz, de acento suave, sus mejillas tersas, sus pómulos altos, muy bronceados y el pelo liso, negro y lustroso, tenían la belleza antigua de su raza americana. Mirándola y escuchándola, me sentí pleno, reconfortado en mi soledad.

A partir de aquella tarde, pasé a ser el sobrino favorito de la tía Rita. Yo la visitaba tres veces por semana, lunes, miércoles y viernes, con el beneplácito de mi amigo Rogelio, que sabía que si lo hacía era por ver a Lorena, la enfermera que me tenía enamorado como nunca antes lo había estado. Rogelio no podía visitarla tan a menudo, daba clases particulares por las tardes y tenía un trabajo de fin de semana, que complementaba nuestro modesto sueldo de profesores, pues él tenía dos niños que alimentar, vestir y educar, por lo que agradecía mis visitas a nuestra “tía”.

Cada tarde de visita me encontraba con Lorena, en el jardín, en el salón de visitas, o en cualquier otro lugar de la residencia. Es decir… yo me hacía el encontradizo y ella, siempre amable y encantadora, charlaba un rato con nosotros, pero nunca me había atrevido a ir más allá de temas como la salud de la tía Rita, el tiempo, o cualquier otro comentario insustancial. Sabíamos poco el uno del otro. Yo sabía que ella era ecuatoriana, que llevaba en España cinco años, que había tenido que luchar mucho para conseguir ese puesto en la residencia y poco más. Ella sabía que yo era profesor de química en un instituto de barrio obrero, que vivía solo y supongo que había ya deducido que soy tímido y reservado.

Durante mis visitas la tía Rita charlaba sin parar, estaba encantada de mi asiduidad. No siempre lo que decía tenía sentido, casi siempre mezclaba pasado con presente y le costaba centrarse en algo concreto. Yo intentaba que recordara cosas simples como qué había comido ese día, en que fecha cumplía años, como se llamaban sus padres… pero me encantaba que me contara historias del pasado, de su niñez, de su adolescencia y juventud o de su vida en activo, cuando era maestra en una escuelita de primaria. Ella enlazaba una anécdota con otra y las contaba con tal gracia, que pasaba la tarde muy deprisa.

Esa tarde iba dispuesto a hablar con Lorena de mi amor, de mi adoración por ella, me arriesgaría a todo… a que me dijera que tenía novio, a que rehusara mi devoción y no quisiera hablarme más, cualquier cosa antes que seguir dejando pasar el tiempo sin más.

Bajé con la tía Rita al jardín, sentados en el banco habitual esperé, con la cháchara de la anciana de fondo, sumido en mis pensamientos, pero ella no llegaba. Fuimos a la sala de visitas y tampoco allí la encontré. Subí y baje por toda la residencia, con la tía rita colgada de mi brazo y hablando sin parar, pero mi búsqueda fue inútil, Lorena no aparecía por ningún lado.

Cuando, ya desesperado, pregunte a una de sus compañeras, me dio la noticia que menos hubiera querido escuchar; Lorena se había marchado, había regresado a su país.

La auxiliar, habladora y sonriente, me dio todo tipo de detalles. Lorena tenía dos hijos en Ecuador, su marido había enfermado, no podía atenderlos y ella se había visto obligada a regresar. Mientras escuchaba a la mujer, mi corazón dejaba de latir, mis oídos se negaban a escuchar, mi boca se secaba hasta hacer dolorosa la respiración, mi cerebro se embotaba y solo podía pensar: “Se ha ido, se ha ido…”.

Aquella tarde salí de la residencia con el firme propósito de no volver, sería demasiado doloroso recorrer el jardín, los pasillos, la sala de visitas o cualquier otro lugar donde la hubiera visto, con el dolor y la certeza de no encontrarla más.

El siguiente día de visita era lunes. No tenía intención de ir a la residencia, pero mis pasos me guiaron hasta allí sin apenas darme cuenta. Ella me recibió con su gran sonrisa, ofreció la mejilla a su sobrino favorito y yo besé a la tía Rita como a mi auténtica tía. Y esa tarde, mientras paseaba por el jardín, con la tía Rita colgada de mi brazo, hablando sin parar, me di cuenta de lo mucho que nos necesitábamos el uno al otro.

Con el tiempo Lorena se ha convertido en un agradable y lejano recuerdo, que aún provoca un suave dolor de añoranza en mí, pero he llegado a comprender que la tía Rita es, realmente, la mujer de mi vida.

Fotografia de: Incorporeas

10.07.2008

Lluvia para Nasif


“La lluvia en Líbano es un regalo de Dios”, eso decía el padre de Nasif a sus pequeños, cuando salían a pasear en los días de lluvia, a empaparse de aquella bendición, del líquido germinador de vida, tan escaso en su tierra del este.

Y los niños corrían, abriendo la boca de cara al cielo, bebiendo las gotas cristalinas y dejando correr el agua por entre sus cabellos, por sus caritas sonrientes, por entre la ropa y la piel. Descalzos chapoteaban en todos los charcos, abriendo los brazos, como queriendo acaparar aquella maravilla para hacerla más duradera, para que a ellos también les hiciera crecer, como al limonero del pequeño huerto de su tío Alí, como a los tomates, las berenjenas y los garbanzos que plantaba su madre en el patio de detrás de su casa, igual que al trigo de los campos de su pueblo y a los altos cedros de los bosques cercanos.

Nasif, aún siendo el mayor de sus siete hermanos, no recordaba que nunca hubiera sido hijo único, su madre traía al mundo un nuevo hermanito cada catorce o quince meses y en la pequeña casa de adobe había una gran fiesta para el bautizo, pues eran cristianos devotos y cumplidores de la Ley de Dios.

Venían los parientes de toda su aldea y los de las aldeas de alrededor para felicitar al orgulloso padre y traer algún regalo a la agotada madre. Regalos humildes, una toalla para el bebé, un cepillito para el delicado pelo, una botella de vino para el padre, dulces para ayudar a la madre a reponerse… cualquier cosa, por nimia que fuera, era agradecida como un tesoro por los felices padres, que obsequiaban a sus familiares con los alimentos sencillos de su huerto y lo poco que podían comprar con el dinero que durante los nueve meses de gestación habían conseguido ahorrar para el feliz acontecimiento.

No faltaban en la mesa manjares como el mezze, tabboulí, hummus y, como no, el kibbeh, todo ello regado con arack, que templaba los ánimos de los mayores, haciéndoles cantar y bailar durante horas, para regocijo de los pequeños.

Y cada año, en la época de lluvia, un chiquillo más salía a pasear bajo la lluvia, a disfrutar de la frescura y la suavidad de las gotas en su piel, a saltar en los charcos salpicando de vida todo alrededor.

Cuando Nasif llegó a Madrid, aún era un ser exótico entre los habitantes de la gran cuidad, no se veían muchas personas con rasgos árabes y ojos azulísimos. Aquí consiguió lo que había venido a buscar, un negocio propio, una economía desahogada, en definitiva, prosperidad…

Pero cuando llovía en Madrid, salía a pasear bajo la lluvia, tratando así de atenuar la nostalgia de su tierra y de la compañía de sus padres y sus hermanos. Nada importaba que a los viandantes, que apresuraban el paso para resguardarse de la lluvia, les extrañara tanto ver a un hombre, vestido con traje y corbata, sin zapatos ni calcetines, chapoteando en los charcos, levantando la boca abierta al cielo y bebiendo de la lluvia con gesto de felicidad.

Imagen de Chris Perkins