Sentado en el murete que limita la vieja construcción contigua al faro de Santa Marta, el hombre, con la mirada perdida en el horizonte de nubes y agua, sostenía la carta en su mano derecha. No había abierto el sobre, no era necesario, él sabía lo que esa carta anunciaba.
Venía aquella carta de muy lejos, Sao Paulo, Brasil, según se leía en el sobre, y el nombre en el remite lo decía todo; Márcia Soares.
Apretaba aquel sobre en su mano, arrugándolo, mientras las lagrimas corrían por su rostro, curtido de sol y mar, haciendo pequeños riachuelos de los surcos que los años habían ido dejando en él. Márcia Soares… la última vez que la vio fue en la popa del barco que la llevaría, junto a Joâo, a aquel lejano país buscando la paz y la felicidad. Agitaba ella su pañuelo en señal de despedida, él decía adiós con su mano grande y encallecida, y aunque no los veía en la distancia, Mario sabía que sus ojos estarían tan húmedos como los de él.
Se conocían de siempre, eran amigos desde antes de lo que la memoria alcanzaba a recordar, fueron juntos a la escuela de su barrio de pescadores, donde compartían enseñanzas y travesuras. Recordó Mario, con una media sonrisa, aquel día en que le metieron a Sarita, la niña más presumida y caprichosa de la clase, aquella pobre rana por la espalda ¡como saltaba y gritaba!, pasaron un buen rato de risas junto a sus compañeros, y tuvieron para varios días. La peor parte se la llevó la pobre rana, que quedo aplastada por los manotazos de Sarita, y finalmente rematada de un pisotón. Sarita nunca les había perdonado, aún hoy en día, después de tantos años, cuando se encontraban por la calle el saludo era serio y breve.
Crecieron jugando alrededor de aquel faro, blanco y azul de planta cuadrada y esquinas rematadas con piedra gris, donde Mario vivía, pues su padre era el farero, como antes lo habían sido su abuelo y su bisabuelo, y como lo sería después él mismo.
¡Tantos recuerdos ligados a este faro!. Cada tarde sus juegos se desarrollaban en torno a él, corrían persiguiéndose por la arena, mojándose con la espuma de las olas, hacían equilibrios sobre el murete, se escondían en el viejo fuerte… y al atardecer subían hasta lo más alto del faro, se sentaban con los pies colgando y los brazos apoyados en la barandilla roja y se quedaban en silencio viendo como el sol desaparecía lentamente en el horizonte, tiñendo las nubes de matices anaranjados, violetas, rojos… y permanecían allí hasta que divisaban los barcos de pesca regresando al puerto.
Los amigos eran inseparables, ninguno de los dos había tenido hermanos varones, y era como si ellos realmente lo fuesen, aún más, por que se sentían hermanos por elección de ambos, no por haber nacido en la misma familia por casualidad.
Competían por las mismas chicas, pero cuando uno se enamoraba de alguna, el otro se apartaba. Aunque en alguna ocasión habían compartido novia, sin celos, con el compañerismo de dos soldados en tiempo de guerra, como se comparte el pan o el vino, por pura camaradería o, sencillamente por necesidad física.
Pero cuando Joâo conoció a Marcia, ya no hubo más mujer en el mundo para él, no importó que estuviese casada, el amor estalló entre ellos como los fuegos artificiales en la fiesta de la Patrona y nadie pudo separarlos.
Partieron hacia el futuro con el primer hijo de los dos germinando en las entrañas de Marcia y perseguidos por la amenaza de muerte del marido y los hermanos de ella.
¡Cuantos años y cuantas cartas!.Todas ellas escritas con la letra picuda y presurosa de Joâo. Y ahora esta, en la que el nombre de la mujer y aquella letra redonda y cuidadosa, gritaba lo que Mario no quisiera oír jamás.
Allí lo encontró Luzia, su esposa, sentado junto al faro y con la carta apretada en su mano huesuda y arrugada, mirando aquel horizonte de agua y nubes, como tantas veces lo había mirado junto a su amigo, esperando ver regresar el barco que tan lejos lo había llevado.
No hacía falta decir nada, las lágrimas corriendo por sus mejillas eran suficiente, lo abrazó y besó la humedad de su rostro y él, con voz enronquecida por el llanto, le susurro:
- Joâo ha muerto.
Pintura: "El faro Santa Marta (Cascais)" de J.Bernáldez