2.07.2009

Poesia de Anita y Luis




Cuando viajé al pueblo de Anita, en el norte de León, por primera vez, llegaba con el corazón hecho pedazos, con el desamparo y la incomprensión de la gran ciudad, que no repara en sentimientos ni en sufrimientos, donde todo es desechable y sustituible.

Pero yo no veía la forma de sustituir a mi compañero de tantos años, de desechar los momentos vividos a su lado, ni de olvidar tantas cosas que nos unieron e incluso las que acabaron por separarnos.

Aprovechando el mes de vacaciones, decidí darme una tregua y buscar un poco de paz. Localice un hotelito barato, en un lugar que suponía tranquilo y con mi maleta llena de ropa de verano, me puse en carretera. En los viajes largos siempre era él quien conducía, por eso me lo tome como un comienzo de mi independencia y, con mucha prudencia, emprendí el viaje.

Cuando abandoné la autovía, para tomar la carretera que me llevaría al lugar elegido empecé a darme cuenta del paisaje tan hermoso en el que me iba adentrando, vegetación profusa, árboles enormes y flores en las fachadas de las casas, esto era lo que yo quería, mi humor empezaba a mejorar por momentos.

El hotel era modesto, regentado por una pareja de mediana edad, amable y risueña, donde encontré una habitación sencilla, muy limpia. Era suficiente, no necesitaba más, solo tranquilidad y soledad.

Después de comer salí a pasear para ver mi lugar de residencia durante los próximos treinta días. Mis ojos no se cansaban de registrar rincones preciosos, aquí una casa de piedra con balconada de madera cubierta de flores, allá un jardincito cuidado con esmero y… el puente romano sobre el río, aquella maravilla milenaria. Lo recorrí varias veces y después me senté a la orilla del río a mirarlo con detenimiento. El lugar era perfecto, lo que necesitaba para relajarme y pensar.

Esa misma tarde vi a Anita por primera vez. Tan menuda y frágil, con su ropa buena un poco anticuada arreglada como para ir a misa de domingo. El pelo blanco corto y ondulado enmarcaba su carita delicada, arrugada, con la belleza de la vejez bien llevada y, en medio de su carita aquellos ojitos azules tan vivaces, tan expresivos.
La observé mientras avanzaba, a pasitos cortos, hasta un banco próximo al que yo ocupaba, llevaba un libro en la mano y supuse que se pondría a leer, pero no fue así, solo se sentó en el banco, mirando el puente como lo había hecho yo, descanso durante cuatro o cinco minutos y volvió a ponerse en marcha. La seguí con la mirada hasta perderla de vista y, no sé por qué, me intrigó donde iría aquella mujercita a leer su libro.
Durante varios días seguí viéndola, mejor dicho, esperaba hasta verla aparecer, hasta que un día la seguí. Descubrí que su camino terminaba en el pequeño cementerio rodeado de una tapia de piedra y tan cuidado como los jardines y balconadas del pueblo. Allí la anciana se sentó en un pequeño banco de piedra, al lado de una tumba rodeada de flores, abrió el libro y se puso a leer en voz alta. La curiosidad me hizo acercarme para oír lo que leía y escuché su vocecita recitando poesías con tal sentimiento y delicadeza que, sin darme cuenta, me había acercado a ella hasta estar a su lado.

Levantó la cabeza de su libro y me sonrió. Sentí mi rostro enrojecer y me disponía a irme, cuando la mujercita me sonrió y me invito con un ademán de su manita a sentarme a su lado.

-. Vengo cada tarde a leer para mi marido, le gustaba mucho que leyera poesía para él.

Se llamaba Anita, decía que se le había quedado el nombre de niña por que era tan poquita cosa que Ana parecía demasiado grande. Hablamos mucho esa tarde, me contó que habían sido maestros los dos en el pueblo, cuando los chicos y las chicas no podían ir a la misma clase. Que se habían enamorado a primera vista y que nunca se habían separado, hasta ahora, que él había partido a su última morada.

Me preguntó por qué estaba sola en el pueblo y yo me quede un rato mirando al frente, con los ojos llenos de lágrimas y cuando pude hablar le conté por qué estaba allí y lo que buscaba. Ella me pasó su leve brazo por los hombros y me estrecho suavemente, como una madre, como una abuela y yo llore todas las lágrimas que había retenido durante tanto tiempo.

Quedamos para desayunar al día siguiente y nos hicimos inseparables. Yo disfrutaba de la compañía de aquella mujercita inteligente y divertida, me encantaba oírla contar tantas anécdotas y sucesos de la gente del pueblo a lo largo de tantos años, con tanta gracia que, a veces, me hacia llorar de risa. Me hablaba de sus hijos, que vivían fuera los dos, de sus nietos y hasta de su bisnieto, aquel ser tan especial, revoltoso e inteligente.

Los últimos quince días de mis vacaciones los pasé en casa de Anita. Dejé el hotel y me instale con ella. Pasábamos el día hablando, cocinando dulces que casi no probábamos, riéndonos de cualquier ocurrencia y, por la tarde íbamos juntas al cementerio a leer poesía a Luís, su marido.

Cuando volví a Madrid lo hice con ánimos renovados, diferente. Enfrenté con valor y serenidad la separación irremediable y continué mi vida con un aplomo que nunca creí tener. Llamaba a menudo a Anita, ella me contaba como iban las cosas por el pueblo, con el buen humor de quien desea agradar y yo deseaba estar allí con ella, ir a pasear bajo los castaños y los chopos, cocinar solo por el placer de hacerlo juntas y, sobre todo, acompañarla al cementerio en su visita a Luís.

Varias veces volví al pueblo de Anita. Durante esas visitas nuestra amistad y cariño se hicieron tan grandes como si fuésemos familia, o mas.

Hoy preparo mi viaje al pueblecito de Anita, en el norte de León, con verdadera necesidad de sus balsámicos paisajes, de la quietud y tranquilidad de sus valles, del rumor de sus hermosos castaños y chopos y la música cantarina de su río.

. Aunque es verano sé, por experiencia, que debo llevar ropa de abrigo, el chubasquero, un jersey, chaquetas y pantalones largos. El tiempo en aquella zona es imprevisible, pero siempre mas fresco que en Madrid. Y, con todo ello, pongo en la maleta dos libros de poesía, ahora seré yo quien vaya a leer al cementerio, sola, yo seré quien lea para Luís y Anita, que, por fin se ha reunido con él.


Pintura de:  Amparo Cruz Herrera

3 comentarios:

fonsilleda dijo...

He vuelto a releer la historia que Anita te contó, lo que tú nos contaste de ella y de la amistad, con auténtico placer. Ya te dije en otra ocasión que yo he conocido, por lo menos a otra Anita, que no se llamaba así, pero que también era maestra, diminuta y su alegría contagiaba.
Bicos.

Infiernodeldante dijo...

Entrañables lazos de amistad y lealtad tejió con Anita. Buena historia. Emotiva y llena de valores que hoy andan escaseando lamentablemente. Siempre es un placer leerte, corazón. Dejo un beso.

Froiliuba dijo...

que pasa con este blog que no se actualiza????