11.06.2008

Aquel día

El día que le conoció había empezado mal. Se había manchado la blusa desayunando y tuvo que cambiarse. Había pasado un buen rato en un atasco absurdo y cuando por fin consiguió llegar al polígono donde tenía su primera visita del día, se desorientó y la búsqueda de la dirección, que parecía tan sencilla en el callejero, se complicó haciéndole perder un buen rato. Para completar el comienzo de la maña na tuvo un pequeño accidente con otro coche, papeles, explicaciones...en fin, un desastre. Estaba considerando la posibilidad de dejar la visita para otro día y pasar a la siguiente, cuando, por fin, encontró la empresa. Se presentó a la recepcionista y, pasados escasos minutos, apareció él. Un hombre grande, con una cara redonda que se iluminó con una amplia sonrisa, y ella pensó: "Que angelote más simpático".

El día que la conoció había empezado mal. Había tenido una agria discusión con su mujer antes de salir de casa, aún le pesaba en el ánimo cuando llego a la fábrica para encontrar más problemas. En la cadena de producción se habían calculado mal unas piezas que urgía entregar, un proveedor importante tenia a sus trabajadores en huelga y se retrasaría en las entregas, y un sin fin de problemas más. Cuando abrió su agenda vio anotada la cita con aquella comercial, algo en aquella voz que le telefoneó le había agradado, pero ahora se arrepintió de haber quedado con ella. ¡¡Con el día que llevaba!! ... . Cuando salió a recibirla se encontró con una mujer morena con una preciosa sonrisa y él pensó: "Que polvo la echaba".

Se estrecharon las manos y reconocieron una corriente de simpatía mutua, hablaron poco del motivo de la visita y mucho de otras muchas cosas, como dos viejos amigos. La visita que habría durado quince minutos se alargó casi una hora. Él olvidó los problemas por un rato y ella olvidó que llegaba tarde a su próxima visita. Cuando se despidieron se estrecharon de nuevo las manos y ella pensó: ¡¡Que angelote más simpático", y él pensó: "!!Que polvo la echaba!!". Y cada uno siguió con su trabajo, con sus problemas... con su vida.

El día que se conocieron ni él ni ella buscaban ni esperaban nada.

Él trataba de mantener a flote un matrimonio moribundo y estaba volcado en su trabajo para suplir la falta de amor.

Ella hacia unos años que había salido de un matrimonio fracasado y había tomado las riendas de su vida en solitario.

Pero el Amor es un niño travieso y ese día, que tan mal había empezado, decidió enredar en sus vidas, prendiendo una pequeña llama.

El día que se conocieron ni él ni ella fueron conscientes, pero fue el primer día de su gran historia de amor.

11.03.2008

El patito feo

- Papá, léeme “El patito feo”.
- No Florita, te leo otro cuento, pero ese no.
- ¡Que sí, que yo quiero “El patito feo”!

Así cada día. El padre no quería leer aquel cuento, sabía que pasaría lo de siempre y trataba de convencer a la niña, tentándola con otras historias.

- Mira Florita, está también “La bella durmiente”, “La Cenicienta”, “El gato con botas”…
- ¡No, yo quiero “El patito feo”! por favor, por favor.
- Bueno, pero si prometes no llorar.
- No papá, no voy a llorar, lo prometo.

“Érase una vez una Señora Pata, que vivía en una granja donde había muchos animales. Como cada verano, a la Señora Pata le dio por empollar y todas sus amigas del corral estaban deseosas de ver a sus patitos, que siempre eran los más guapos de todos. Llegó el día en que los patitos comenzaron a abrir los huevos poco a poco y todos se congregaron ante el nido para verlos por primera vez. Uno a uno fueron saliendo hasta seis preciosos patitos, cada uno acompañado por los gritos de alborozo de la Señora Pata y sus amigas. Tan contentas estaban, que tardaron un poco en darse cuenta de que un huevo, el más grande de los siete, aún no se había abierto.
Al poco el huevo comenzó a romperse y de él salió un sonriente pato, más grande que sus hermanos, pero ¡oh, sorpresa!, muchísimo más feo y desgarbado que los otros seis…

El padre miraba a Florita, que a duras penas podía disimular el brillo de sus ojos, a punto de llorar.

- Florita ¿Lo dejamos?.
- ¡¡No!! No por favor, no voy a llorar. Sigue papá.

“La Señora Pata se moría de vergüenza por haber tenido un patito tan feísimo y le apartó con el ala, mientras prestaba atención a los otros seis. El patito se quedó tristísimo, porque se empezó a dar cuenta de que allí no le querian…

Florita ya hacía pucheros, y su padre ponía los ojos en blanco.

“Pasaron los días y su aspecto no mejoraba, al contrario, empeoraba, pues crecía muy rápido y era flacucho y desgarbado, además de bastante torpe el pobrecito. Sus hermanos le jugaban pesadas bromas y se reían constantemente de él llamándole feo y torpe.
El patito decidió que debía buscar un lugar donde pudiese encontrar amigos que de verdad le quisieran a pesar de su desastroso aspecto y una mañana muy temprano, antes de que se levantase el granjero, huyó por un agujero del cercado. Así llegó a otra granja, donde una vieja le recogió y el patito feo creyó que había encontrado un sitio donde por fin le querrían y cuidarían, pero se equivocó también, porque la vieja era mala y sólo quería que el pobre patito le sirviera de primer plato. También se fue de aquí corriendo.
Llegó el invierno y el patito feo casi se muere de hambre pues tuvo que buscar comida entre el hielo y la nieve y tuvo que huir de cazadores que pretendían dispararle.”


Florita ya lloraba abiertamente.
- ¡Hasta aquí hemos llegado! Se acabo, no leo más.
- No papá, que ya no lloro más ¿Ves?. Ya me limpio los mocos y no lloro.

El padre, resignado, siguió leyendo, aunque sabía que no podría contenerse. Pero era mejor terminar.

“Al fin llegó la primavera y el patito pasó por un estanque donde encontró las aves más bellas que jamás había visto hasta entonces. Eran elegantes, gráciles y se movían con tanta distinción que se sintió totalmente acomplejado porque él era muy torpe. De todas formas, como no tenía nada que perder se acercó a ellas y les preguntó si podía bañarse también.
Los cisnes, pues eran cisnes las aves que el patito vio en el estanque, le respondieron:
- ¡Claro que sí, eres uno de los nuestros!
A lo que el patito respondió:
- -¡No os burléis de mí!. Ya sé que soy feo y desgarbado, pero no deberíais reír por eso...
- Mira tu reflejo en el estanque -le dijeron ellos- y verás cómo no te mentimos.
El patito se introdujo incrédulo en el agua transparente y lo que vio le dejó maravillado. ¡Durante el largo invierno se había transformado en un precioso cisne!. Aquel patito feo y desgarbado era ahora el cisne más blanco y elegante de todos cuantos había en el estanque
Así fue como el patito feo se unió a los suyos y vivió feliz para siempre.”


Y después de secarse las lágrimas y sonarse bien los mocos, Florita le dio un beso y un gran abrazo a su papá y se fue a la cama satisfecha, “El patito feo” era feliz. Por esta vez…

Mañana vería si lo conseguía de nuevo.

10.22.2008

Tarde lluviosa de octubre

Una serena lluvia otoñal caía incesante y mansa sobre los chopos del paseo, los bancos, ahora desiertos, brillaban con la fina capa de agua y el suelo parecía un espejo que se perdiera allá en la lejanía.

Rodrigo se subió un poco más el cuello de la gabardina y lamentó no haber cogido el paraguas, no solía llevarlo, pero ese día había amanecido oscuro, con el cielo plomizo amenazando lluvia y había sido una imprudencia dejarlo en casa, mas aún cuando ya estaba saliendo de aquel persistente resfriado que le había tenido en cama dos días y tres más sin salir de casa.


Caminó un trecho y se arrepintió de haber salido de la cafetería donde se refugió al comenzar la lluvia, pero se le estaba haciendo tarde, la cita era a las seis y ya el reloj marcaba la cinco y cuarenta y cinco. La curiosidad por saber que tendría que decirle Adriana después de tanto tiempo había hecho que aceptara verla, a pesar de haberse jurado una y otra vez que nunca contestaría a una llamada de ella, en el improbable caso de que volviese a llamarlo algún día.

Aquella mujer le había hecho mucho daño, había roto todas sus ilusiones y pateado su amor como quien pisa una colilla en el barro, después de aprovecharse de él todo lo que pudo.

Adriana había llegado a la empresa con su minifalda y sus camisetas ajustadas, con su pelo negro rizado y sus ojos de tigresa y él se enamoró como un colegial. Pronto ella se dio cuenta de la influencia que ejercía sobre Rodrigo y el partido que podría sacar de ello. No se contentó con el ascenso, que, al ser él el director, consiguió sin esfuerzo, a pesar de las críticas de los empleados, quería más… y él se casó con ella.

No le importaba que gastase el dinero a manos llenas, era solo dinero, no le recriminaba la apatía que notaba iba en aumento en su relación, aunque añoraba los tiempos de novios, cuando ella le encandilaba con sus arrumacos, hasta volverle loco. Pero le molestaba que ella le ningunease delante de cualquiera. Los modales suaves y educados, habían dado paso a las vulgaridades y el cinismo y Rodrigo no entendía que había podido pasar.

Poco a poco comenzó a notar movimientos extraños en las cuentas, el dinero se volatilizaba a una velocidad anormal y cuando le pedía explicaciones los gritos e insultos hacían que se arrepintiera de haberlo mencionado. Hasta que la situación se hizo insoportable y Rodrigo pidió el divorcio.

Fue muy doloroso, ella se negaba a acuerdos, quería todo. Y acabó dejando las cuentas en números rojos y deudas que él hubo de pagar. Pero la pesadilla acabó y hacía dos años que no sabía nada de ella. Aquella mañana le llamó pidiendo verlo, con la voz suave y llorosa y él pensó que quizás había llegado el momento de la venganza.

La vio de lejos, le pareció más delgada “Quizás sea efecto de la lluvia” pensó, pero al acercarse casi no podía reconocerla. Su pelo, antes ondulado y brillante, parecía ahora estropajoso y lacio, y sus ojos verdes miraban con la desesperación reflejada en ellos.

- Hola Rodrigo- Su voz sonaba temblorosa y retorcía sus manos en un gesto nervioso-Gracias por venir, no estaba segura de que quisieras verme.

Fueron al bar más cercano que pudieron encontrar, un tugurio que olía a aceitunas y aceite refrito. Se acomodaron en una mesita junto al ventanal y pidieron dos cafés.

Después de entrar en calor Adriana le contó el motivo de la cita.

Cuando la conoció ella había salido de un infierno de drogas y alcohol, y después de casados había vuelto a caer. Todo el dinero era poco para su adicción y la falta de drogas le agriaba el carácter hasta hacerla insoportable. Después de la ruptura había caído en lo más bajo y ahora se encontraba enferma, sin remedio y sola. Solo le pedía que se hiciese cargo de su incineración y llevara sus cenizas a su pueblo natal.

Al salir del café, una hora después, la lluvia seguía empapando los chopos del paseo y los bancos aparecían más brillantes y oscuros, caminaron uno junto al otro sobre el espejo del pavimento, él le pasó un brazo protector sobre los hombros y ella arrimó su cuerpo delgado buscando calor y refugio en él. Y así, muy juntos, llegaron al abrigo del hogar.

Aquella mujer le había hecho daño, mucho… Pero la vida ya se había vengado por él, ahora no podía dejarla morir sola.

Fotografía de: Yuri Bonder

10.13.2008

La mujer de mi vida

Caminaba hacia la entrada del jardín pensando en el momento en que ella apareciera frente a mí aquella tarde. Mi nerviosismo iba en aumento según me acercaba, temía y ansiaba verla aparecer y dirigirse hacia nosotros con aquella sonrisa que iluminaba su rostro como un farol, siempre se mostraba tan amable, siempre tan atenta y servicial… pero yo soñaba con algo más, quería hablar con ella de su vida, de la mía, de cualquier cosa que no fuera referente a aquella residencia, fuera de la cual no había tenido aún ocasión de verla.

Mientras cruzaba el jardincillo que conducía a la escalinata de la entrada principal, repasaba la estrategia que había desarrollado durante los días anteriores; sacaría un tema que a ella pudiera interesarle, cine, teatro, conciertos, exposiciones… o, quizás, otro tipo de aficiones, yo estaba dispuesto a sumarme a lo que a ella pudiera gustarle, podría seguirla al fin del mundo y la invitaría a ir adonde ella quisiera. Estaba convencido, Lorena era la mujer de mi vida.

Crucé la puerta, altísima, de madera oscura y cristales biselados, grabados con dibujos de flores y hojas entrelazadas, que daba paso al amplio recibidor donde cómodos sillones, tapizados en rojo granate y alfombras de arabescos, sugerían un cierto lujo oriental. En sus paredes, de color blanco sonrosado, combinado con molduras de madera torneada, colgaban varios cuadros escogidos con buen gusto y en el mostrador, alto de madera lustrosa, varios jarrones lucían hermosos ramos de flores. La recepcionista, de mediana edad, elegante y cuidada prodigaba su sonrisa sin excesos y el visitante podía pensar, al traspasar aquellas puertas, que se trataba de un hotel de lujo.

Saludé a la bonita recepcionista y me dirigí al ascensor, sintiendo bajo mis pies la mullida alfombra, con el corazón al galope. Al abandonar el ascensor el cambio en la decoración seguía siendo confortable, pero funcional, más parecido a una clínica privada, con paredes lisas, pintadas de un suavísimo verde claro y friso de baldosines a media altura delimitado por barras metálicas, que tenían como fin servir como agarradera para los ancianos residentes. Me dirigí a la habitación de la tía Rita, ella ya estaba aseada y sentada en su sillón, mirando por la ventana hacia el jardín. Me dedico una gran sonrisa ofreciéndome la mejilla, donde deposité un sonoro beso.

- ¡Vamos tía Rita, a pasear!.


Hacía ya más de seis meses que había ido la primera vez a visitar a la tía Rita y fue por pura casualidad. Aquel viernes había quedado para comer con Rogelio, un compañero de trabajo con el que me unía una sincera amistad. Durante la comida hablamos de una película que se estrenaba ese mismo día y para la que él había obtenido dos entradas gratis en un concurso radiofónico y, puesto que el género era del interés de los dos y a su mujer no le gustaba, me propuso acompañarle, a lo que yo había accedido, agradecido de poder ocupar mi tarde de viernes. Rogelio tenía que visitar a su tía en la residencia y me pidió que fuese con él, así haríamos tiempo hasta la hora del comienzo de la película, yo, sin nada mejor que hacer, fui con él a aquella visita y me enamoré como un colegial de la auxiliar que atendía a la tía Rita.

Él visitaba a su tía una vez al mes, pues era el único sobrino que vivía en la misma ciudad y ella, soltera, no tenía a nadie más. Al presentarme, la anciana me confundió con otro de sus sobrinos, que tenía mi mismo nombre, al que no veía desde la infancia y todo el personal de la residencia creyó que yo era también sobrino de la tía Rita. Rogelio, divertido con la confusión, no quiso sacarlos de su error.

Paseábamos por el hermoso jardín de la residencia, con la tía Rita entre los dos, colgada de nuestros brazos, cuando apareció aquel ángel. Lorena, la auxiliar que se ocupaba de atender a la tía Rita, era la mujer más bonita que había visto en mucho tiempo. Sus ojos negros sonreían con independencia de su boca y cuando su boca se sumaba a la sonrisa, era una explosión de luz, su voz, de acento suave, sus mejillas tersas, sus pómulos altos, muy bronceados y el pelo liso, negro y lustroso, tenían la belleza antigua de su raza americana. Mirándola y escuchándola, me sentí pleno, reconfortado en mi soledad.

A partir de aquella tarde, pasé a ser el sobrino favorito de la tía Rita. Yo la visitaba tres veces por semana, lunes, miércoles y viernes, con el beneplácito de mi amigo Rogelio, que sabía que si lo hacía era por ver a Lorena, la enfermera que me tenía enamorado como nunca antes lo había estado. Rogelio no podía visitarla tan a menudo, daba clases particulares por las tardes y tenía un trabajo de fin de semana, que complementaba nuestro modesto sueldo de profesores, pues él tenía dos niños que alimentar, vestir y educar, por lo que agradecía mis visitas a nuestra “tía”.

Cada tarde de visita me encontraba con Lorena, en el jardín, en el salón de visitas, o en cualquier otro lugar de la residencia. Es decir… yo me hacía el encontradizo y ella, siempre amable y encantadora, charlaba un rato con nosotros, pero nunca me había atrevido a ir más allá de temas como la salud de la tía Rita, el tiempo, o cualquier otro comentario insustancial. Sabíamos poco el uno del otro. Yo sabía que ella era ecuatoriana, que llevaba en España cinco años, que había tenido que luchar mucho para conseguir ese puesto en la residencia y poco más. Ella sabía que yo era profesor de química en un instituto de barrio obrero, que vivía solo y supongo que había ya deducido que soy tímido y reservado.

Durante mis visitas la tía Rita charlaba sin parar, estaba encantada de mi asiduidad. No siempre lo que decía tenía sentido, casi siempre mezclaba pasado con presente y le costaba centrarse en algo concreto. Yo intentaba que recordara cosas simples como qué había comido ese día, en que fecha cumplía años, como se llamaban sus padres… pero me encantaba que me contara historias del pasado, de su niñez, de su adolescencia y juventud o de su vida en activo, cuando era maestra en una escuelita de primaria. Ella enlazaba una anécdota con otra y las contaba con tal gracia, que pasaba la tarde muy deprisa.

Esa tarde iba dispuesto a hablar con Lorena de mi amor, de mi adoración por ella, me arriesgaría a todo… a que me dijera que tenía novio, a que rehusara mi devoción y no quisiera hablarme más, cualquier cosa antes que seguir dejando pasar el tiempo sin más.

Bajé con la tía Rita al jardín, sentados en el banco habitual esperé, con la cháchara de la anciana de fondo, sumido en mis pensamientos, pero ella no llegaba. Fuimos a la sala de visitas y tampoco allí la encontré. Subí y baje por toda la residencia, con la tía rita colgada de mi brazo y hablando sin parar, pero mi búsqueda fue inútil, Lorena no aparecía por ningún lado.

Cuando, ya desesperado, pregunte a una de sus compañeras, me dio la noticia que menos hubiera querido escuchar; Lorena se había marchado, había regresado a su país.

La auxiliar, habladora y sonriente, me dio todo tipo de detalles. Lorena tenía dos hijos en Ecuador, su marido había enfermado, no podía atenderlos y ella se había visto obligada a regresar. Mientras escuchaba a la mujer, mi corazón dejaba de latir, mis oídos se negaban a escuchar, mi boca se secaba hasta hacer dolorosa la respiración, mi cerebro se embotaba y solo podía pensar: “Se ha ido, se ha ido…”.

Aquella tarde salí de la residencia con el firme propósito de no volver, sería demasiado doloroso recorrer el jardín, los pasillos, la sala de visitas o cualquier otro lugar donde la hubiera visto, con el dolor y la certeza de no encontrarla más.

El siguiente día de visita era lunes. No tenía intención de ir a la residencia, pero mis pasos me guiaron hasta allí sin apenas darme cuenta. Ella me recibió con su gran sonrisa, ofreció la mejilla a su sobrino favorito y yo besé a la tía Rita como a mi auténtica tía. Y esa tarde, mientras paseaba por el jardín, con la tía Rita colgada de mi brazo, hablando sin parar, me di cuenta de lo mucho que nos necesitábamos el uno al otro.

Con el tiempo Lorena se ha convertido en un agradable y lejano recuerdo, que aún provoca un suave dolor de añoranza en mí, pero he llegado a comprender que la tía Rita es, realmente, la mujer de mi vida.

Fotografia de: Incorporeas

10.07.2008

Lluvia para Nasif


“La lluvia en Líbano es un regalo de Dios”, eso decía el padre de Nasif a sus pequeños, cuando salían a pasear en los días de lluvia, a empaparse de aquella bendición, del líquido germinador de vida, tan escaso en su tierra del este.

Y los niños corrían, abriendo la boca de cara al cielo, bebiendo las gotas cristalinas y dejando correr el agua por entre sus cabellos, por sus caritas sonrientes, por entre la ropa y la piel. Descalzos chapoteaban en todos los charcos, abriendo los brazos, como queriendo acaparar aquella maravilla para hacerla más duradera, para que a ellos también les hiciera crecer, como al limonero del pequeño huerto de su tío Alí, como a los tomates, las berenjenas y los garbanzos que plantaba su madre en el patio de detrás de su casa, igual que al trigo de los campos de su pueblo y a los altos cedros de los bosques cercanos.

Nasif, aún siendo el mayor de sus siete hermanos, no recordaba que nunca hubiera sido hijo único, su madre traía al mundo un nuevo hermanito cada catorce o quince meses y en la pequeña casa de adobe había una gran fiesta para el bautizo, pues eran cristianos devotos y cumplidores de la Ley de Dios.

Venían los parientes de toda su aldea y los de las aldeas de alrededor para felicitar al orgulloso padre y traer algún regalo a la agotada madre. Regalos humildes, una toalla para el bebé, un cepillito para el delicado pelo, una botella de vino para el padre, dulces para ayudar a la madre a reponerse… cualquier cosa, por nimia que fuera, era agradecida como un tesoro por los felices padres, que obsequiaban a sus familiares con los alimentos sencillos de su huerto y lo poco que podían comprar con el dinero que durante los nueve meses de gestación habían conseguido ahorrar para el feliz acontecimiento.

No faltaban en la mesa manjares como el mezze, tabboulí, hummus y, como no, el kibbeh, todo ello regado con arack, que templaba los ánimos de los mayores, haciéndoles cantar y bailar durante horas, para regocijo de los pequeños.

Y cada año, en la época de lluvia, un chiquillo más salía a pasear bajo la lluvia, a disfrutar de la frescura y la suavidad de las gotas en su piel, a saltar en los charcos salpicando de vida todo alrededor.

Cuando Nasif llegó a Madrid, aún era un ser exótico entre los habitantes de la gran cuidad, no se veían muchas personas con rasgos árabes y ojos azulísimos. Aquí consiguió lo que había venido a buscar, un negocio propio, una economía desahogada, en definitiva, prosperidad…

Pero cuando llovía en Madrid, salía a pasear bajo la lluvia, tratando así de atenuar la nostalgia de su tierra y de la compañía de sus padres y sus hermanos. Nada importaba que a los viandantes, que apresuraban el paso para resguardarse de la lluvia, les extrañara tanto ver a un hombre, vestido con traje y corbata, sin zapatos ni calcetines, chapoteando en los charcos, levantando la boca abierta al cielo y bebiendo de la lluvia con gesto de felicidad.

Imagen de Chris Perkins

6.24.2008

A solas contigo

Aquí, contigo a solas en esta fría sala, de pronto me ha venido a la memoria el famoso libro de Delibes, “Cinco horas con Mario”, y he sonreído pensando en la protagonista, y en la similitud de la situación.

Ella, burguesa de mediana edad, velando al esposo fallecido y haciendo memoria de los años pasados junto a él, como yo junto a ti… hasta ahí las similitudes. Yo no estaré cinco horas contigo y casi nadie reconocerá mi viudedad, solo algunos familiares y amigos íntimos, que han sido testigos de nuestro amor y felicidad durante tanto tiempo, estarán a mi lado para consolarme.

Mi amor, te veo tan pálido, con ese color cerúleo que anuncia la frialdad de tu cuerpo ahí tendido, dentro de la caja que será tu último lecho, que casi no puedo hacerme a la idea de que seas realmente tu quien yace ahí.

He pedido a nuestros familiares que me dejen a solas contigo para decirte el último adiós. Aunque nunca te diré totalmente adiós, siempre vivirás de alguna manera en mí, en mi recuerdo, mi pensamiento y hasta en mis gestos y costumbres. Siempre habrá algo de la rutina diaria que me recuerde algún momento vivido contigo.

Hemos sido felices juntos mi amor, desde el primer momento. Fue conocerte y saber que tú eras mi par, mi complemento, el hombre de mi vida. A pesar del escepticismo de nuestros amigos, que nos habían visto volar de flor en flor, enredarnos en tantos amoríos y aventuras, que no creían que al fin anidaríamos y consolidaríamos una relación que tantos años ha durado. Hemos luchado contra viento y marea, contra aquellos que nos miraban con una sonrisa y cuchicheaban a nuestras espaldas, contra la sociedad que nos negaba todo derecho o reconocimiento.

No es justo mi vida. No es justo que cuando teníamos la oportunidad de dar un giro a nuestra relación, el destino nos aseste este golpe. No volveré a pasear de tu mano desafiando a los que nos miráran como a un espectáculo exótico. No podré llamarte mi esposo con orgullo ni una sola vez, no hubo tiempo para ello.

Pero, aún con el sentimiento de haber perdido la mitad de mí, tendré que seguir viviendo esta vida que has abandonado en la mitad del camino. Tendré que alimentarme, asearme, trabajar… y acostumbrarme a no tener tu presencia en nuestra casa.

Mañana tendré que levantarme a la hora acostumbrada, después de haber pasado la noche sin ti, y tendré que ir a trabajar. No puedo tomarme más tiempo, legalmente no eres más que un amigo.

Me pondré un traje y una camisa y no estarás tú para decirme que corbata combina con ella, saldré a la calle como un autómata y llegaré a la oficina donde Marta, la recepcionista, me saludara con su sonrisa profesional y el saludo acostumbrado; “¡Buenos días Señor Gómez ¡”. Y fingiré que vivo…

Foto de autor desconocido

6.16.2008

Atardeceres

Era tan bello ver atardecer entre las hojas de los álamos, que custodiaban el camino como guardianes silenciosos de su intimidad, contemplar la luz anaranjada colándose entre las ramas, haciendo surgir dibujos caprichosos sobre las piedras del sendero, que no perdía ni uno solo de esos ocasos de verano, sentada en el porche de su casita blanca, mientras saboreaba el café helado que tanto le gustaba.

En aquel porche habían transcurrido todos los años de su vida. Todos sus recuerdos estaban ligados a aquella casa, pequeña y blanca, tan antigua que nadie recordaba desde cuando vivía allí su familia. Y ahora ella era la señora de la casa. Ella quien se ocupaba de mantener la casa limpia y ordenada, el huerto atendido y bien regado para que los árboles frutales, las tomateras, los bancales de judías, las cebollas y ajos, las zanahorias… y todo lo que en él plantaba, dieran sus frutos jugosos y sabrosos. Ella quien se ocupaba de atender a los animales y criarlos gordos y hermosos y de hacer deliciosas conservas y salazones.

Cada tarde esperaba, ilusionada e impaciente, que él llegase, verlo aparecer en el sendero pedregoso, con su caminar elástico y su silueta delgada, con su mano derecha en el bolsillo del pantalón y un cigarrillo entre los dedos de su mano izquierda. El corazón le brincaba alborozado, la sonrisa le asomaba a los labios, y los ojos le brillaban de puro amor. Terry y Corona corrían a su encuentro ladrando de excitación y se enredaban entre sus piernas mientras él les rascaba sus cabezotas y se reía a carcajadas.

Era tan sonora su risa!!. Y luego se acercaba a ella sonriendo y la tomaba del talle atrayéndola hacia él, la besaba en la boca larga y cálidamente y después volvía a estrecharla contra su pecho. Después se sentaba a su lado, sin dejar de abrazarla y se quedaban en silencio hasta que las sombras se apoderaban de las copas de los frondosos álamos.

Estos momentos eran los más esperados y deseados del día, sus brazos poderosos, su boca caliente, su risa franca y contagiosa.

Fue igualmente bello aquel atardecer en que ella noto su beso un poco menos cálido, “quizás ya esté refrescando, es Septiembre”, pensó y siguió disfrutando de su abrazo protector.

También era hermoso aquel otro, cuando noto su abrazo un poco menos fuerte y un poco más breve, “viene cansado” se dijo y le beso de nuevo.

Y era muy bello aquel otro, cuando, al estrecharla, vio en el cuello de su camisa aquella marca roja, de carmín. Entonces no pudo seguir fingiendo que no era nada. No pudo seguir diciéndose que el tiempo estaba más fresco o que él estaría cansado.

Ahora contemplaba los atardeceres desde su porche, disfrutando de aquel juego de luces y sombras, pero ya no esperaba verle aparecer en el recodo del camino, con su andar cadencioso y su cigarrillo encendido. Los perros permanecían a su lado dormitando, ajenos a la belleza que ella atesoraba en su retina.

Y él permanecía, ya para siempre, bajo el primer álamo, el más cercano a la casa, donde ella había plantado un rosal en su honor.

A veces se preguntaba si lo habría entendido, si sabría que lo había hecho por él, para que se quedara para siempre disfrutando de aquellos hermosos atardeceres, de sombras caprichosas y luces anaranjadas, filtrándose entre las hojas.